¡No es esto, no es esto!
ENS-Política
>España consiguió superar ese pesimismo secular en la gozosa alegría de 1978, año de la reconciliación por excelencia. En aquellas fechas se fraguó el gran éxito colectivo de toda España. El gran éxito de la época moderna, por ser democrático y de todos. Prosperidad, paz y libertad, todo en uno, sin exclusiones ni sectarismo. Esa era la gran y radical novedad. “¡Sí es esto, sí es esto!”, hubiera dicho posiblemente Ortega y Gasset.
>Sin embargo, nuestro país se encuentra en este momento sumido en un nuevo trance, otra encrucijada. No se trata ahora de cambiar de régimen, pero sí de reformar y apuntalar lo construido durante los últimos cuarenta años, y hay serias dudas de que algunos de los mimbres sean los más adecuados. El hastío de la ciudadanía española es cada vez mayor. Algunos de nuestros políticos basan su acción en la foto y el tuit como en una gran feria de las vanidades en la que lo único que importa es alimentar el ego.
En diciembre de 1931 José Ortega y Gasset pronunció en las Cortes su famoso discurso “Rectificación de la República”, en el que alertaba de los errores que, según él, estaba cometiendo en sus primeros pasos el régimen naciente y lo ponían en trance de convertirse en una gran oportunidad perdida, una ilusión nacional desbordada pero mal conducida por los políticos constituyentes. A nuestro gran pensador le dolía que aquella España desaprovechara la ocasión de emprender un camino viable hacia su modernización de la mano de la Segunda República. Sus temores se cumplieron en gran medida, y cuentan las crónicas que fue en esas circunstancias cuando pronunció su famoso “¡No es esto, no es esto!”.
Lo cierto es que la historia de España está repleta de desgarrones de este tipo, encrucijadas mal resueltas, momentos decisivos sobre los que hemos caminado con el píe cambiado hasta el punto de hacer honor a aquello de “España camisa blanca de mi esperanza, reseca historia que nos abrasa con acercarse solo a mirarla (…) La negra pena nos atenaza, la pena deja plomo en las alas, quisiera poner el hombro y pongo palabras, que casi siempre acaban en nada, cuando se enfrentan al ancho mar”. Pero España consiguió superar ese pesimismo secular en la gozosa alegría de 1978, año de la reconciliación por excelencia. En aquellas fechas se fraguó el gran éxito colectivo de toda España. El gran éxito de la época moderna, por ser democrático y de todos. Prosperidad, paz y libertad, todo en uno, sin exclusiones ni sectarismo. Esa era la gran y radical novedad. “¡Sí es esto, sí es esto!”, hubiera dicho posiblemente Ortega y Gasset. Fue el momento de la incorporación de España al mundo moderno tras siglos de decadencia. Fue comenzar a ocupar el lugar que le corresponde a un país de la grandeza del nuestro, sin el cual la historia universal hubiera sido de otra manera, un privilegio que solamente tienen las más grandes naciones.
Sin embargo, España se encuentra en este momento sumida en un nuevo trance, otra encrucijada. No se trata ahora de cambiar de régimen, pero sí de reformar y apuntalar lo construido durante los últimos cuarenta años, y hay serias dudas de que algunos de los mimbres sean los más adecuados. El hastío de la ciudadanía española es cada vez mayor. Algunos de nuestros políticos basan su acción en la foto y el tuit como en una gran feria de las vanidades en la que lo único que importa es alimentar el ego. A veces da la sensación de que estamos en manos de un grupo de niñatos y niñatas que en lugar de labrarse un futuro profesional acorde con su formación se han enganchado a un partido para conseguir foco y una cierta relevancia pública a base de imágenes monas y alguna que otra frase ocurrente: postureo elevado a la máxima expresión.
Lo más lamentable de esta Segunda Transición es que lo partidos nuevos, protagonistas de la llamada “nueva política”, se disuelven como un azucarillo por cicateros y viejunos, porque lejos de traer aire nuevo han venido a ocupar los mismos espacios, fragmentándolos, pero sin ningún afán auténticamente regenerador ni en lo político ni en lo económico. Es más, están contribuyendo a convertir la política en un páramo sin fuste solamente propicio para las prácticas ególatras de algunos líderes nacionales. Hay excepciones, y conviene ser resaltadas. Castilla-La Mancha es una de ellas.
Han pasado ya más de cinco años desde que Juan Carlos I abdicó y se abrió en España un nuevo tiempo político en cuyas incertidumbres seguimos caminando. Felipe VI es otra de las grandes excepciones en medio de la mediocridad general. Un rey que supera a su padre en muchos aspectos y que debe estar sufriendo más que nadie el desbarajuste. Y, sin embargo, el problema no es que estemos en época de cambios y haya que recolocar la casa. Eso, si se hace bien, es bueno y saludable. El problema es que algunos de los llamados a dirigir la obra no tienen otra idea más que colarse dentro y disfrutar de las estancias sin ni siquiera cambiar las ya mugrientas cortinas de la cocina, provocando, eso sí, que la ciudadanía se sienta cada vez más incómoda con ellos dentro y amenace con abandonar el edificio. Es entonces cuando llega el gran peligro: España reencontrándose con sus peores fantasmas tras cuatro décadas de prosperidad en libertad. Y de nuevo, el “¡No es esto, no es esto!”. Oportunidad perdida, ilusión frustrada si no somos capaces de evitarlo.
@NuevoSurco
Texto publicado en Grupo Promecal