martes, 19 de marzo de 2024 00:15h.

Tener una vocación puede ser una mala idea

Cada vez que escuchamos a un artista, un periodista, un arquitecto o un emprendedor afirmando que la vocación es lo más importante y esencial de sus vidas, solo deberíamos pensar una cosa: no os atreváis a decirle a la gente que sigan vuestro camino.

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Gonzalo Toca en Yorokubu/ Los ejemplos abundan y no merece la pena extenderse mucho más. Aquí tenemos a los escritores que viven únicamente para leer y escribir, a los emprendedores visionarios que solo saben, imagino, emprender y visionar… o a los periodistas que sienten que depende de ellos la salvación de la democracia y la libertad. De los arquitectos geniales para los que únicamente existen los proyectos que, normalmente, no han construido es casi mejor no hablar.  

Vivir sometido a la vocación, en la mayoría de los casos, es digno de lástima porque nos encontramos, por lo general, ante alguien que está convencido de que puede hacer exclusivamente una cosa en la vida y que debe dejarse el alma en ella. Cree, sinceramente, que nunca será feliz ni encontrará sentido a su existencia sin esa actividad y que su misión hay que asumirla, para bien y para mal, como un destino irrevocable. Por supuesto, no se cansa de decir que no le preocupa lo que hagan o digan los demás, pero, en realidad, le obsesiona su reconocimiento porque sabe que esa es la única forma de conseguir lo que ansía: dejar su huella.

Todas las premisas mencionadas son excepcionalmente inadecuadas para el mundo en el que nos ha tocado nadar y naufragar. Peor aún, les van a ser útiles a muy pocos y, por eso mismo, animar, como se está animando, a millones de personas a identificar una vocación vitalicia y perseguirla hasta el final es un error a medio camino entre la crueldad, la puerilidad y la estupidez.  

La vocación asociada a una profesión es un lujo que la mayoría no se puede permitir, porque el mercado laboral es cada vez más inestable y exige, cada vez más rápido, que desarrollemos nuevos talentos y nos adaptemos a nuevas actividades e incluso sectores. Es evidente que la disrupción tecnológica está transformando el mundo como lo conocimos, que la automatización masiva ha comenzado, que en el 60% de las ocupaciones no se paga por pensar y que se extinguen a toda velocidad los empleos para toda la vida o la concepción de la empresa como una gran familia que, en general, te nutre y que, a veces, niño malo, tiene que castigarte.

Al obligar a millones de personas a ser vocacionales, las forzamos también a contemplar el mundo, esencialmente, a través de su trabajo. Es habitual que el deportista de élite sea celebrado por vivir por y para su disciplina, que un periodista salga de cena con los viejos amigos del colegio y solo hable de actualidad, que un economista nos explique a todos cómo buscar y encontrar pareja es una cuestión de mercado, que un psicólogo sea incapaz de ver más allá del narcisismo y falta de empatía en las redes sociales o que un emprendedor valore la vida en clave de proyectos (empezando por considerar a sus hijos otro proyecto).

 

Esa peculiar forma de ver el mundo deja espacio para la curiosidad en una minoría pero, para otros muchos, puede recortarla aún más. La riqueza y diversidad de la vida rara vez se podrán apreciar, ni remotamente, si se abusa de un punto de vista y menos si se hace inconscientemente. Además, corremos el riesgo de considerar que ese punto de vista es el único válido. Nuestro trabajo se convertiría así en la medida de todas las cosas. Cuánta prepotencia. Cuánto provincianismo de oficina. Cuánta pobreza.

La curiosidad, cuanto más amplia y transversal mejor, y la capacidad de absorber distintas perspectivas dentro y fuera de nuestra área de especialización son dos de las claves del éxito de cualquier profesional en una economía flexible que gira en torno a la innovación. Poner en peligro el alcance de nuestra curiosidad es poner en peligro nuestra capacidad para adaptarnos al medio.

Desconectar y soñar

Olvidamos con demasiada frecuencia que la vocación también es una excusa ideal para no desconectar nunca del mundo laboral y multiplicar así el estrés, la angustia por la falta de tiempo y la sensación de que no podemos conciliar la oficina con nuestras familias. Nos anima, además, a dar prioridad en nuestro mundo íntimo a los colegas profesionales (¡la tribu!). Hay pocas situaciones más empobrecedoras que las reuniones incesantes en las que nadie sabe hablar más que de trabajo, desde la óptica del trabajo o con la sabrosa ayuda de ese genuino y ramplón cotilleo profesional que, a veces, llamamos networking.

La obesidad mórbida en la que se ha convertido la exaltación de la propia importancia también despliega sus alas de buitre bien cebado sobre los vocacionales obligados a serlo. Aunque suene paradójico, es difícil darse importancia por lo que uno es (un profesional llamado a hacer grandes cosas) y seguir esforzándose todos los días por conseguirlo. Los psicólogos han demostrado hace tiempo que soñar despierto y creerse los propios sueños es, muchas veces, una receta ideal para no luchar por alcanzarlos. ¡Pero si ya los hemos saboreado sin levantarnos de la cama!

Nada pasa porque sí. La obsesión de convertir a la gente en un ejército de vocacionales corre en paralelo con la idea de convertir a todos los niños en genios o a toda la sociedad en emprendedores. Y no debería sorprendernos.

Como escribió Viktor Frankl, psicólogo y superviviente de los campos de exterminio nazis, una de las necesidades más íntimas del ser humano es la búsqueda del sentido de su vida y, muy especialmente, en momentos de angustia. Pues bien, nos encontramos en medio de una profunda y a veces angustiosa transformación, hemos perdido muchas de nuestras viejas referencias religiosas, ideológicas y morales y, para reordenar el mundo, estamos reemplazándolas por otras igual de viejas como, por ejemplo, la vocación, que es una llamada del destino o la divinidad para cumplir una misión intransferible y sagrada.

Nos estamos equivocando, porque la búsqueda de sentido, como decía Frankl, es espiritual, adaptable a las circunstancias e individual. Las recetas materialistas, laborales, rígidas, permanentes y colectivas solo servirán para frustrar a la inmensa mayoría. No deberíamos añadir a la ansiedad de millones de personas el mandato de ser genios. Hay que animarlas a encontrar su propio camino, a escoger varios a la vez y a abandonarlos por otros siempre que lo necesiten y les hagan sentirse más felices, seguras y plenas.