jueves, 25 de abril de 2024 02:22h.

El saqueo de la identidad cultural

Cuando un músico blanco se enriquece haciendo música negra, ¿se trata de apreciación o apropiación cultural?

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Fue un poco como si llamaran a un torero a dar un discurso en el congreso del Partido Animalista o, como dijo la propia autora, “como pedirle a un gran tiburón blanco que sostenga una pelota de playa sobre la nariz”. En septiembre, el Congreso de Escritores de Brisbane (Australia) invitó a la novelista Lionel Shriver, la autora de libros polémicos como Germà gran(L’Altra) o Tenemos que hablar de Kevin (Anagrama), autoproclamada iconoclasta que ha afirmado que la hipersensibilidad de los millennials políticamente correctos es culpable del auge de Donald Trump, a pronunciar una charla sobre “la pertenencia y la comunidad”. Ella alertó de que no pensaba hablar de tal cosa y procedió a colocarse un sombrero mexicano.

Con ese gesto, pretendía plantarse firmemente en un lado de la batalla que se actualiza casi a diario en todos los campos artísticos, el de la apropiación cultural y, por qué no, provocar un poco. Nadie iba a privarla de escribir historias sobre mexicanos, taiwaneses o nigerianos, defendió, y confiaba en que ­todo esto de la apropiación cultural fuese una “moda pasajera”. Y en ­escasos minutos, vía redes sociales, aquel discurso había salido de las antípodas y había llegado a los principales medios internacio­nales.

Primero el sombrero: el curso pasado, dos estudiantes del Bowdoin College, en Maine (Estados Unidos), organizaron una fiesta temática mexicana para un amigo. Bebieron tequila y distribuyeron sombreros entre los asistentes. Las fotos no tardaron mucho en filtrarse a las redes sociales, donde las noticias del tipo “universitarios hacen cosas cuestionables” se han revelado desde hace unos años como un género muy viral y por lo tanto muy bienvenido por los sedientos medios digitales, y se cocinó una mi­nipolémica. Las autoridades del Bowdoin expulsaron a los fiesteros de su residencia –porque está prohibido el consumo de alcohol allí, no por sus crímenes contra la cultura latina, como reportaron muchos de esos medios– y reprobaron ese vandalismo racial. La asamblea de estudiantes denunció que con actos así “se crea un ambiente en el que los estudiantes de color, particularmente los latinos, se sienten atacados” y exigieron un “espacio seguro” para ellos.

Fotografma de 'The Birth of a nation'
Fotografma de 'The Birth of a nation' (.)

Así que, pertrechada bajo las borlas de su gorro de mariachi, Shriver, que nació en Carolina del Norte y ha vivido muchos años en el Reino Unido, procedió a denunciar lo que ella ve como la deriva irracional de la llamada identity politics, el posicionamiento político que considera que lo que uno es determina lo que uno piensa. Según la escritora, “a aquellos que abrazan un vasto abanico de identidades –etnias, nacionalidades, razas, categorías de sexo y de género, tipos de discapacidad o falta de privilegio– se les anima para que sean posesivos con su experiencia y observen los intentos de otros de participar en sus vidas y en sus tradiciones como una forma de robo”.

De manera interesada, claro, como haría cualquiera que quiera ganar un debate, la escritora citaba en su discurso algunos de los ejemplos más aparentemente risibles de este tipo de controversias y no los más intrincados. Habló de cuando se criticó a la cantante Katy Perry por vestirse de geisha en una actuación –Perry es una reincidente en este campo–, de cuando la Universidad de Ottawa rebautizó sus clases de yoga como “estiramientos mindful” por no ofender a la comunidad indio-canadiense, y de cuando los estudiantes de la Universidad de Oberlin (ya hemos dicho que este es un campo muy fértil) pidieron que dejara de servirse comida culturalmente insensible (sushi) en su cafetería.

En realidad, no hay día que no surja una polémica que se pueda enmarcar dentro de este debate, así que la conversación sobre la apropiación cultural, como el fuego olímpico, lleva años sin apagarse. Un día es porque Marc Jacobs coloca rastas afrocaribeñas a las modelos blancas en su desfile de la New York Fashion Week (Justin Bieber tuvo el mismo problema). Al siguiente, porque Miley Cyrus baila twerking, la danza que llegó al Caribe negro desde el oeste de África, y después porque J.K. Rowling tira de clichés manidos sobre las culturas nativas en su libro Magic in North America. Se disputa quién es dueño de las historias, de las tradiciones y hasta de los acentos: la rapera blanca australiana Iggy Azalea tuvo que defenderse de las acusaciones de hablar como una afroamericana, algo que los músicos blancos vienen haciendo desde que Michael Philip Jagger se hiciera pasar sónicamente por un bluesman del Misisipi.

Hasta ahora, los focos del incendio iban surgiendo sobre todo en la moda, la música y el cine, en la espinosa cuestión de los repartos. En 1961 podía colar Mickey Rooney haciendo de japonés caricaturesco en Desayuno con diamantes, pero el año pasado cuando Cameron Crowe intentó hacer pasar a Emma Stone por medio china en Aloha, la crítica se le echó encima ya antes del estreno y ese fue un factor determinante para el poco vuelo de la película. Desde hace algún tiempo, el debate empieza a echar raíces también en la ficción literaria.

Jonathan Franzen admitió recientemente en una entrevista en la revista Slate que no se siente autorizado para incluir personajes afroamericanos en sus novelas. “Es un poco embarazoso de admitir –dijo– pero no tengo muchos amigos negros. Nunca he estado enamorado de una mujer negra. Si lo hubiera estado, quizá me atrevería. Escribo sobre personajes y tengo que amar al personaje para escribirlo”. Y acto seguido hacía otra reflexión que dejaba claro que su negativa no se debe sólo a cierta torpeza personal sino que responde a motivaciones políticas: “Creo que es muy peligroso, si eres un americano blanco liberal, presumir que tus buenas intenciones son suficientes para embarcarte en un trabajo de imaginación hacia la América negra”.

Lionel Shriver sí que lo hizo en su última novela, The Mandibles, que se publicará en España en abril del 2017. Salió ligeramente escaldada y quizá de esa quemazón surgió su polémico discurso en Brisbane. En la novela, una distopía en la que los temores de los conservadores se han hecho realidad y los latinos son mayoría en Estados Unidos, hay un presidente de origen mexicano que conduce el país a la ruina económica y una mujer afroamericana demente a la que su familia blanca lleva por Brooklyn con una correa de perro. El crí­tico de The Washington Post le aconsejó “no poner esa escena en la película”.

Preguntada por Cultura/s [ver entrevista completa en la página siguiente] argumenta que ese tipo de pensamiento “lleva al apartheid literario” y añade: “¿De verdad queremos forzar a los escritores blancos a escribir historias con un 100% de personajes blancos? ¿Representa eso al mundo real y supone algún tipo de progreso? ¿No es eso lo contrario de lo que los progresistas deberían defender?”.

Otros escritores han presentado argumentos similares, empezando por uno que cae por su propio peso, que si Gustave Flaubert sólo hubiera podido escribir desde el punto de vista de un señor pudiente de Rouen, no existiría Madame Bovary y menos aún Salambó; que es la obligación del escritor imaginar mundos ajenos, etcétera.

Este es, al fin y al cabo, un debate relativamente fácil de reducir al ridículo si se quiere y cómodamente enmarcable en la última frontera de la corrección política, la que planta sospechas en la ficción y hace que en algunos campus estadounidenses los estudiantes pidan “trigger warnings” (que el profesor les avise cuando una novela o un poema pueda ofenderles por sus orígenes) o que se reescriba Huckleberry Finn. Pero no todo es tan sencillo. Hace ya veinte años, cuando algunos empezaban a rasgarse las vestiduras con lo políticamente correcto –a estas alturas tantos han basado su carrera en ser políticamente incorrectos que ya es prácticamente una categoría laboral–, Toni Morrison señaló que el debate va sobre el poder de definir. “Los definidores quieren el poder de nombrar. Y los definidos están ahora quitándoles ese poder”. Primero fue el debate del nombre –afroamericano por negro, etcétera– y ahora el del relato.

Si lo cuentas tú, no lo cuento yo

Cuando se anuncia que la rubia Scarlett Johansson va a hacer el personaje de Moloko Kusanagi en la adaptación del cómic Ghost in the shell, parece claro que, por bien que lo haga, está arrebatando la oportunidad a una actriz asiática ­para hacer el papel. Lo mismo se ha dicho de Eddie Redmayne en La chica danesa y de Jeffrey Tambor en Transparent: dos hombres heterosexuales en sendos proyectos de perfil alto que podrían haber protagonizado transexuales, como argumentaron algunas voces desde esa comunidad. Ambos ganaron premios, el Oscar y el Emmy respec­tivamente, y ambos se lo dedicaron a la comunidad que estaban representando. Los premios son arbitrarios, por supuesto, y muy políticos también a su manera. Pero es legí­timo preguntarse: ¿Hubieran ganado el Oscar y el Emmy dos actrices transexuales de haber asumido ellas esos papeles? ¿Habrían in­cluso existido esos proyectos o no hubieran conseguido financiación? Es mucho especular, pero en el 2016 es posible que sí, porque el ­foco se ha puesto sobre lo trans. Pero hace diez años, categóricamente, no.

Imágenes del vídeo de la canción 'Hymn of the weekend', de Coldplay
Imágenes del vídeo de la canción 'Hymn of the weekend', de Coldplay (.)

No existe un número finito de libros igual que no existe un número finito de películas o series, pero también es interesadamente ingenuo que todo el mundo llega con las mismas oportunidades al mercado editorial. Muchos escritores pertenecientes a minorías argumentan que cada vez que un escritor que entra en por lo menos dos de las categorías “blanco”, “occidental” y “heterosexual” cuenta una historia de una minoría, acapara una atención que en ningún caso se llevarían ellos. La escritora Suki Kim, estadounidense nacida en Corea del Sur y autora de una crónica sobre Corea del Norte – Sin ti no hay nosotros (Blackie Books)–, que también estaba presente en el ya famoso congreso de Brisbane, señaló, aunque al parecer lo hizo off the record, que los libros escritos por hombres blancos sobre el mismo tema que el suyo lo habían tenido más fácil: El huérfano (Seix Barral), de Adam Johnson, ganó el Pulitzer en el 2013, a pesar de que Johnson, según Kim, no habla coreano y sólo había pasado tres días en el país. La autora escribió en un artículo en The New Republic que lo que más le indignó del discurso de Shriver no estaba tanto en las palabras como en “la visión de una mujer blanca con gran éxito literario haciéndose la víctima. La arrogancia con la que declaró que ser asiático no es una identidad. Claro que no queremos ser estereotipados por motivos de raza, pero, ¿quién es Lionel Shriver para decirnos esto? (…) Toda su actitud transpiraba irritación pero para aquellos cuyas identidades raciales, sociales y culturales nos han marcado como otros durante todas nuestras vidas, sus palabras fueron como un balazo”.

En una línea parecida, el escritor anglobritánico Nikesh Shukla ofrecía un breve manual de instrucciones para escritores blancos sobre cómo escribir “al otro”: “Investiga. Hazlo bien. Asegúrate de que alguien en la otra comunidad lo lee antes de que llegue al poder editorial. (…) No te pongas a la defensiva si alguien te dice que está mal. No te escondas tras las palabras ‘es ficción y puedo hacer lo que me dé la gana’. Pregúntate por qué estás escribiendo esta historia. Por qué no hay historias ahí fuera que cuenten esa realidad desde el punto de vista de esa comunidad”.

Igual que casi todo el mundo está de acuerdo en que resulta absurdo reescribir Huckleberry Finn purgando todas las veces que Mark Twain escribió la ofensiva palabra nigger en 1884, quizá tampoco tiene mucho sentido escribir en el 2016 pretendiendo que nada de todo esto está sucediendo ahí afuera. Y si el resultado práctico de esto es que los novelistas releen sus manuscritos una y otra vez tratando de perfeccionar sus personajes por miedo a que les sacrifiquen en el altar de Twitter o en un artículo de opinión en una revista literaria, tampoco parece una tragedia. Una sola cosa no se antoja muy probable: que una gran novela, a la altura de las de Twain, vaya a quedarse sin escribir o sin publicar, languideciendo como un triste incunable en un disco duro, porque su autor y su editor tengan demasiado miedo de la supuesta policía de la corrección.