sábado, 20 de abril de 2024 01:55h.

Niños deshauciados: lo peor del drama

Un informe revela por primera vez las secuelas psicológicas de los desahucios: agresividad, baja autoestima, acoso escolar... Cada año, unos 80.000 menores son expulsados de su casa.

IMAGEN
IMAGEN

Ana María Ortiz/El Mundo

Son 11 menores de entre seis y 18 años. Todos desahuciados de sus casas o en proceso de desahucio. Los expertos de Enclave de Evaluación y de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) los han dividido en dos talleres: los pequeños por un lado; los mayores por otro. En la sala hay zumos, patatas y sándwiches que ellos mismos han ayudado a preparar. Se les dice que pueden comer cuanto quieran, que cojan sin pedir permiso. Ninguno toca las viandas. Es necesario insistirles, ponérselas delante incluso. Esta aparente timidez sorprende enormemente a los especialistas: «Han llegado a naturalizar la escasez», concluyen.

Los niños han sido reunidos con la intención de investigar una secuela de los desahucios en la que ningún estudio ha reparado antes: cómo y cuánto ha afectado o está afectando a los hijos descubrir que su hogar era tan frágil como la casita de paja de los tres cerditos. No es fácil abordarlos. En la mayoría de los casos, sus padres, en el afán de protegerlos, los han mantenido al margen. Los niños saben poco de los problemas económicos familiares. O eso creen equivocadamente los padres, porque la sencilla actividad a la que les invitan psicólogos y sociólogos deja pronto en evidencia hasta qué punto son conscientes de la situación.

-Poned en estas cartulinas qué os produce tristeza, miedo y alegría y qué sueños tenéis.

Entre lo que escribieron los 11 menores figuran frases como estas: 'Me da miedo que venga la Policía con un martillo de esos que son muy peligrosos y pueden dar a una persona", "me produce tristeza no ver a mis amigos porque me cambie de colegio cuando cambiemos de casa", "sueño con tener mi casa libre de cargas", "en una pesadilla de esta noche soñé que nos desahuciaban y nos quedábamos en la calle", "me da miedo que Rajoy se haga el rey del mundo", "sueño con ser millonario"...

Rosa tiene 15 años, y su hermana Líber, 13. Están sentadas de espaldas a la chimenea en dos taburetes improvisados, uno es un tarro gigante de Cola Cao. La madre, Beatriz, 39 años, sale y regresa cargada de leña. Repite varias veces la operación en un intento vano de hacer subir la temperatura. En el otro extremo de la estancia, el benjamín corretea cerca de un radiador encendido, tampoco muy eficaz. La familia cree que Pedrito es el único al que el drama no ha tocado; que, por su corta edad, cuatro años, no tiene la conciencia necesaria para temer al coco del desahucio. Pero algo ha debido de calar en él porque de vez en cuando pregunta: «Mamá, ¿cuándo vamos a liarla a un banco?».

Estamos en un chalé de alquiler barato en Escalona (Toledo). Hasta aquí ha lanzado a Beatriz y sus tres hijos la onda expansiva de la burbuja inmobiliaria, a 100 kilómetros del barrio madrileño de Tetuán, donde estaba la vivienda que perdieron. Llegamos a su nueva dirección siguiendo el rastro de los menores que han participado en el estudio antes mencionado y que se ha plasmado en el informe Te quedarás en la oscuridad, de Enclave de Evaluación y PAH Madrid.

A Rosa y a Líber les precede una historia durísima en la que no nos recrearemos pero de la que es necesario conocer algunos hechos clave. Hace tres años, su padre, Pedro, quien tenía 41 años y llevaba en paro desde los 35, sufrió un infarto en el salón de casa -con Rosa presente- y falleció. Tampoco hubo oportunidad de despedirse de la abuela materna, Clara, quien había avalado la hipoteca de la hija: otro infarto con 55 años. Ambas adolescentes relacionan directamente sus muertes con la preocupación extrema por el proceso de desahucio que amenazaba las dos viviendas. El informe recoge algunos párrafos demoledores sobre los problemas que sobrevinieron a las chicas, especialmente a Rosa, aislada en el colegio y objeto de burla: «Eres pobre, lalala, te vas a quedar sin casa, lalala».

En este fragmento habla su madre, Beatriz: «Este año [en el colegio] ha sido muy duro, mi hija mayor [que fue víctima de bullying] ha estado muy mala, le daban crisis de histeria y ha estado fastidiada. Estamos las tres con Psicólogos sin Fronteras (PSF). A la pequeña lo que le da mucho son dolores de espalda, tiene contracturada toda la espalda y lo somatiza todo con dolores de espalda. Le han salido bultos y le tienen que hacer de vez en cuando masajes. (...) A la mayor le da por pegar puñetazos en las paredes, por tirar las sillas, por dar patadas, por encerrarse y dar golpes, por no dejarte abrir, por romper todo lo que pilla».

No hay muebles rotos ni contracturas en la nueva casa. La madre se anticipó al desahucio firmando con el banco una dación en pago -la casa a cambio de la deuda- y fue «como cuando tienes una soga al cuello con cuatro piedras detrás y de repente te cortan la soga». A la par que se desprendían del lastre económico, las chicas recibían el alta psicológica. Cuentan que están contentas con el traslado, aunque aún tienen que aclimatarse a la urbanización El Cigarral, soporífera si se tienen 15 años y se está acostumbrada al bullicioso Madrid. Líber quiere estudiar Jardín de infancia; Rosa algo relacionado con el Arte, aún no sabe, y viajar, viajar a Nueva York sobre todo. No les cuesta mirar al horizonte, pero no les pidan que enfoquen al pasado, que expliquen cómo vivieron el proceso de desahucio, porque hacia atrás no ven, no saben, no recuerdan, no se enteraban. «Líber y yo pasamos mucho tiempo juntas pero no hablamos de eso. Es como un tema tabú», acaba sincerándose Rosa.

«En los adolescentes, de entre 12 y 18 años, hemos detectado un gran sentimiento de culpa por no poder hacer nada», explica Marga Rivas, psicóloga de la PAH y una de las responsables de este informe. «Muestran un desinterés espectacular por el colegio o el instituto, quieren comenzar a trabajar para ayudar a la familia, sienten indefensión, pena, incluso desarrollan conductas autodestructivas, como comenzar a beber alcohol, tomar drogas y, a veces, autolesionarse».

Niega con la cabeza Marta Martínez, socióloga de Enclave de Evaluación, el organismo que propuso a la PAH realizar el estudio, cuando se le pide el número de menores que han sufrido un desahucio: «No sabemos cuántos niños están afectados, y no conocer el colectivo hace que no se puedan desarrollar políticas públicas rigurosas». No hay datos, pero quizás se pueda aventurar una cifra cruzando los números que sí se conocen: 159 desahucios en España cada día, y un 70-80% de las familias desahuciadas con menores a su cargo, según datos de la PAH. Si la media fuera de dos niños por hogar estaríamos hablando de más de 80.000 menores expulsados cada año de sus casas.

La carta que amenaza con la subasta está sobre la mesa del salón de la siguiente vivienda que visitamos, unos 60 metros cuadrados, el 5 B de un edificio enclavado en el distrito madrileño de Puente de Vallecas. No debe de estar encendida la calefacción, hace frío. Se trata de la casa del pequeño Daniel, 7 años, otro de los niños que han participado en el estudio. Justo él puso título al informe al escribir esto sobre sus temores: «El miedo a saber que te quedaras en la oscuridad, a que te olviden».

Su madre, Damaris, 33 años, ahora en paro, era recepcionista de una cadena de televisión cuando compraron la casa. El padre, Juan, 32, montaba muebles. Se ha cerrado la puerta que conecta el salón con el cuarto de Daniel para que el niño no escuche, aunque debe de estar bastante al corriente a juzgar por lo que espetó un día en casa: «Mamá, tranquila, ya sé qué ocurre, que nos pueden quitar la casa, que venga la Policía.... No pasa nada». El póster gigante de un dinosaurio decora el cuarto de Daniel, quien juega bajo sus fauces amenazantes con su hermano pequeño, Samuel, de tres años. Tiene reproducciones de un tricerátops, un carnotauro, un T-rex y otro sinfín de especies. Le fascinan los dinosaurios. «Si mi madre me deja un reptil y consigo un mosquito prehistórico y una jeringuilla con aguja, creo que puedo hacer uno de verdad», dice mientras da una voltereta en el suelo, salta a la cama y hace otra pirueta antes de volver a bajar. Es muy nervioso, muy movido, no para.

Daniel ha tenido que cambiar este año de colegio y está visitando a un psiquiatra. «No se integraba en el grupo, eran su clase y él; tenía problemas de comportamiento, paraba las clases, no se llevaba bien con nadie...», cuenta su madre, a quien preocupa sobre todo que nunca mencione a ningún amigo, que quizás no tenga ninguno. En la pared contraria a la del dinosaurio está el mural con el que lo despidieron sus antiguos compañeros. Son dibujos y mensajes. Uno de los niños se ha pintado agitando la mano. «Adiós», le escribe a Daniel. Marta Martínez, la experta de Enclave de Evaluación que nos acompaña en la visita, le pregunta por el mural.

-Ese no me gusta-, dice Daniel señalando al niño del «adiós».

-¿Y eso por qué, Daniel?

-¿Por qué crees que sonríe cuando me dice adiós?

-¿Crees que no ha hecho un dibujo sincero?

-Sí, lo ha hecho sincero, de que se alegra de que me vaya. No sabes cómo era mi cole, ¿vale? Verás, yo peleaba con ese niño y Sofía llevaba la pasta. Sofía apostaba por mí y tiraba una cáscara de plátano; él se caía y nosotros ganábamos. Le marqué el rostro, ¿eh?, le marqué el rostro.

Es imposible saber cuánto de cierto hay en los hechos que relata. Fantasea con frecuencia. «En el nuevo cole, todos los lunes hacen asamblea y hablan del fin de semana», cuenta la madre. «Él ha dicho que ha ido al pueblo, que ha montado a caballo... Se lo ha inventado todo. Creo que son las cosas que le gustaría hacer, pero no puede».

Durante tres años Daniel no ha tenido regalo de cumpleaños ni los Reyes le han traído lo que pedía. Esta primavera, cuando sus padres dejaron definitivamente de pagar la hipoteca, se cumplió su gran sueño: ir al zoo.

«Tres años de sufrimiento cuando tu vida tiene sólo siete es mucho», dice Marta Martínez. «Y esto tiene consecuencias en su proceso de autoestima, en cómo se desarrolla su relación con sus compañeros... Muchos se quedan aislados o son objeto de bullying».

Iratxe ha vivido en nueve casas y ha tenido tres colegios. Tiene 11 años. Su hogar de ahora es un piso de protección oficial, 3 B, en el barrio de Orcasitas (Madrid), en el que se enciende la calefacción cuatro horas al día y siempre si la niña está en casa. El anterior, también de protección, estaba en Carabanchel. Esto se lee en el informe sobre cómo afrontó la salida de allí, tras dos amenazas de desahucio. Lo cuenta su madre, Elisa: «Ella te dice: 'Cuando nos vayamos de la casa, ¿puedo rayar el suelo?'. Yo lo veo como que necesita expresar su rabia y su frustración. (...) Yo creo que también se agobia pero, en vez de deprimirse, ella tiene un punto de rabia, se enfada muchísimo. La ansiedad la enfoca más violentamente gritando y dando patadas a los muebles. Pero no es a su escritorio a lo que le da, da al armario que es de la casa. Sus cosas no va a destruirlas. (...) Cuando queda una semana, dice (chillando): '¡Necesito cajas para recoger!' Y para ella es un mundo y se pone súper nerviosa y 'es que no tengo para recoger y esto no me entra aquí...' porque ella piensa que está más cerca la fecha y se agobia. (...) Alguna vez sí ha cogido un libro y se ha dado en las piernas o en la cabeza, pero son cosas puntuales».

Entraron a vivir en aquel piso en marzo de 2013 y en octubre del mismo año su edificio y otros siete fueron vendidos a un fondo buitre, que comenzó a distribuir órdenes de desahucio entre los vecinos. Las clases del colegio de Iratxe se fueron poco a poco quedando vacías. Vio partir, por ejemplo, a su amiga Salma y a los cuatro hermanos Karter.

Tenía siete años el día que acudió a la escuela con una carpeta para tratar de salvar su casa. «Estuvo recogiendo firmas que presentamos en el Juzgado para que no nos echaran», explica la madre, «se recorrió todo el colegio, profesores, los de la cocina, las cuidadoras, algunas madres. Ella no ha escondido nada, totalmente participativa en ese sentido. Luego, cuando recogía las firmas, yo la veía que se sentía muy orgullosa. Es que se recogió seis hojas, 120 firmas, que es un currazo (...) Todas sus amigas iban con ella. En ese sentido ha conseguido que su grupito de amigos del colegio se implique con ella y en la recogida de firmas y todo. En el comedor, contaba que no le dejaban coger firmas. Entonces una estaba vigilando a fulanito y, mientras le regañaba, las otras iban por ahí con la carpeta».

Un día iba camino del colegio cuando «un montón» de furgones de policía -«siete», dice la madre- acordonaron el edificio de enfrente para desalojar a unos vecinos. Estas escenas no la sobresaltan, ya que suele acompañar a su madre, activista de la PAH, a acciones antidesahucios si el horario escolar se lo permite.

-Iratxe, ¿tú has tenido miedo de que te echen de casa?

E Iratxe se lo piensa unos segundos.

-Al saber que mi madre puede parar el desahucio, porque ha parado muchos con otras personas, no era mucho miedo. Ni nada de miedo ni mucho miedo.

«El impacto emocional que han sufrido estos niños es muy similar al que se tiene tras un desastre, como un terremoto. Y es llamativo que en este tipo de desastres se pongan en marcha todos los mecanismos de protección de menores habidos y por haber, pero en los desahucios no», concluye la psicóloga Marga Rivas reclamando que la administración y los servicios sociales se ocupen de ellos. De los niños que viven con miedo a que «la Policía venga con la cosa ésa que tira la puerta».